La conversación se interrumpió porque Jeremías, el criado negro, llegó con la vajilla para el té.
‒¿Lo sirvo acá o en el comedor?‒preguntó.
‒Déjelo en la mesita, debajo de la parra; el aire fresco de la tarde me renueva las energías‒dijo doña Emma.
El negro se perdió entre los maceteros de jazmines y hortensias. Atrás, el aljibe con su brocal de piedra labrada le daba un marco de color a la estancia que doña Emma cuidaba tanto. Tuvo que pasar muchas tristezas y amarguras bajo ese suelo, pero todo aquello lo enfrentó con coraje y dignidad.
Escuchaba, a menudo, en las penumbras de su alma, la voz de su padre. Cerraba los postigones y le rezaba una plegaria hasta que llegaba alguna tropa. Los peones obedecían sus órdenes como siervos y las criadas iban y venían con prisa pues en el campo siempre había demasiadas tareas por hacer.
Doña Emma y Felicitas tomaban el té solitarias todos los días. Esperaban que llegara Remedios, la criada de confianza, con algún chisme del pueblo.
‒Mañana tenemos que ir a la cena que organiza don Simón Neder en la estancia vecina. Quiere hacer algunos negocios con Bernardino y nos ha invitado a todos.
‒No me gustan esas reuniones‒dijo Felicitas disconforme.
‒A mí sí… y vamos a ir quieras o no. Además tiene un hijo muy buen mozo que podría llegar a interesarte. Digo…
‒Yo no quiero tener novio‒contestó Felicitas y se levantó bruscamente de la silla. Se llevó por delante a Remedios que traía la ropa recién lavada y planchada para guardarla en los armarios.
‒¡Niña!
Felicitas, en su cuarto, se llevó la mano al escapulario y le pidió protección a su abuela Josefina quien, desde el cielo, la cuidaba de todo mal. Ella no creía mucho en Dios; decía que nunca le había dado señales y eso ya era suficiente.
‒¿Qué le pasa a la niña Felicitas?
‒No sé‒dijo doña Emma desconcertada‒. Me estuvo preguntando por los indios. Ella es sensible, tú lo sabes. Piensa que su padre mató a alguno o a varios de ellos. Es que si lo hizo fue porque se sintió acorralado. ¿Cómo les decía que los blancos eran gente de paz?
‒Hace muchísimos años, una mujer que vio venir a los nativos a atacarla le entregó en brazos su propia hija a una india y desde ese día reinó la tranquilidad‒contó Remedios‒Luego ellos mismos les enseñaron a los blancos a cazar, a domesticar caballos y a usar boleadoras. Eran buenos los nativos patagónicos porque algunos todavía eran dueños y señores de la tierra como Saihueke, el cacique de las manzanas, pensaba que la coexistencia entre indios y blancos era posible.
‒Parece un tanto inverosímil tu relato‒dijo Emma sonriendo.
‒Es cierto, doñita.
‒¡No me digas doña!
‒Bueno… patrona. Disculpe…
‒No creo ese relato tuyo.
‒También cuentan que la Patagonia tuvo un rey. Orélie Antoine de Tounens, un francés que dejó los papeles a los que se dedicaba en su patria para desembarcar en 1859 en las costas de Chile. Venía con la intención de hablar con los nativos para convertirse en su monarca. Cierto fue que lo logró y se convirtió en Orélie Antoine I Rey de Araucania y Patagonia, pero alguien lo traicionó y terminó en una cárcel chilena. Varias mujeres recibieron en sucesión esa corona, ya como esposas o herederas directas, como lo fue la hija de Antoine II, la princesa Laura Thérese I. Ninguna pisó nunca su reino.
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