A la mañana siguiente, Remedios, quien volvía del mercado, hizo señas a Felicitas para que la siguiera hasta la huerta y allí le preguntó:
‒¿Qué pasó anoche, señorita, que doña Emma casi ni habló en el desayuno?
‒Pude vengarme por lo que me hicieron… Tú sabes porque ya te lo he contado. Solamente te pido que no digas nada a nadie.
‒Pobre patrona.
Felicitas levantó la vista.
‒¡Pobre de mí! ¿Sabes lo que es que te quieran casar a la fuerza con un desconocido, que no respeten tu voluntad ni deseo? ¿No te parece egoísta de parte de mi madre semejante actitud?
Felicitas se sentó sobre el tronco de un duraznero.
‒Usted tendría que buscar un amor de verdad como yo que lo tengo a Antonio.
‒¿Antonio, el capataz?
‒Sí, niña.
‒Yo no quiero que sufras, Remedios, pero a mí me dijo Bernardino que él quiere a una mujer imposible.
‒No es cierto.
‒Averigua bien. Yo te aprecio y me duele que te ilusiones con alguien que ha puesto sus ojos en otra.
‒Buenas…
Se escuchó una voz que venía desde los establos. Era débil como tímida.
‒No me casaré con usted. Poco me interesa lo que deba afrontar. El castigo y el desprecio de la sociedad no me importan, solamente quiero ser libre‒dijo Felicitas en un momento de furia y arrebato al ver a Raúl, el hijo de don Simón, que se acercaba como contando los pasos.
‒Oh, niña, qué hombre‒dijo Remedios con un suspiro interminable.
‒Por favor, le pido que se calme. Necesito hablar con usted‒dijo él y se acomodó, nervioso, los puños de la camisa.
‒No quiero que lo vea mi madre. No se ofenda pero yo no me casaré con nadie. ¿Me oye? Si es necesario seré monja.
‒Una religiosa vagabunda‒dijo Raúl con ironía.
‒Qué metáfora es ésa‒contestó Felicitas con alegría en su rostro y demostrando cierta confianza hacia aquel muchacho que solamente intentaba remediar los errores ajenos.
‒Es muy bella, usted. No la veo vestida como hombre.
Felicitas y Raúl se miraron con picardía. Ella dejó las luchas internas y reconoció que había sido muy impulsiva e inmadura al actuar así la noche anterior. Envió unas disculpas a sus padres y se despidió de Raúl rápidamente. Tenía miedo que doña Emma lo viera; no quería revivir la escena anterior porque sentía algo de vergüenza, pero, al mismo tiempo, estaba impresionada por el paso que había dado. Creía que su madre ya no la molestaría con sus absurdas ideas.
Por aquellos años, las mujeres de clase eran idiotizadas con la educación que les imponían sus padres, empezando por la religión y después con la elección de un hombre. Pensamientos retorcidos y llenos de escrúpulos. Lo importante era lo que la sociedad comentaba:
“No sólo hay que ser bueno sino parecerlo”.
Las apariencias debían cuidarse al extremo respetando el pasado, el presente y hasta el futuro, como si el destino estuviera escrito en algún papiro de seres cuerdos.
‒¡Madre!‒gritó Felicitas apoyando el rostro sobre las rodillas de doña Emma que tenía un aspecto cansado. De espaldas a la luz que entraba por la ventana, parecía una viejecita.
‒Qué quieres‒dijo con indiferencia.
‒Pedirle perdón por mi comportamiento de anoche. Usted sabe que a mí no me importa el dinero. El amor vale mucho más.
‒Entonces sigue con tus teorías y a mí déjame en paz que bastante vergüenza me has hecho pasar. No sólo con esa familia sino con el pueblo que seguro estará comentando tu falta de educación.
‒Yo me siento orgullosa porque he crecido. Ya soy una mujer.
‒Tú no tienes dignidad.
Doña Emma, entristecida, hacía meses que se encontraba molesta cuando estaba a solas con su hija. Sentía que los ejemplos de vida que le pudiera dar no servían. Felicitas se le iba de las manos. La adolescente la escuchaba malhumorada e intentaba no contestarle pero el corazón se le oprimía porque era su madre: sobreprotectora, autoritaria, frontal, ambiciosa… pero la amaba.
‒¡Remedios!‒gritó doña Emma.
‒Sí, patrona.
‒Dile a Josefa que prepare la cena temprano porque necesito ir a descansar. Todavía no he podido recuperarme del disgusto de anoche.
‒Cuando la pobreza entra caminando, el amor viene volando por la ventana‒dijo Felicitas que parecía burlarse de las ideas de su madre.
‒¡Remedios!‒volvió a gritar doña Emma‒Deja, no te apures con la comida porque me voy a la cama sin cenar.
Las palabras de Felicitas la habían descolocado por completo. Estaba apenada y completamente deprimida. Tal vez, se sentía derrotada por su hija que había crecido sin que ella se diera cuenta.
‒Dime, Bernardino. ¿Es cierto que Antonio, el capataz, está enamorado de una mujer misteriosa?‒le preguntó Felicitas a su hermano a la hora de la cena.
‒Creo que sí‒respondió como un caballero que guarda secretos.
Las palabras salían de sus labios mecánicamente y Felicitas lo miraba con curiosidad mientras enrollaba en sus dedos un pañuelo de encaje.
‒Tú debes pensar en ti y no en los amoríos de otra persona.
‒Lo que pasa es que a Remedios le gusta Antonio y yo no quiero que sufra.
‒Deja que la criada luche por su cariño‒dijo Bernardino y se levantó de la mesa.
Felicitas respiró… Era un suspiro de alivio. Ella se sentía más tranquila. Pensó que su pregunta fue cruda pero la respuesta resultó ser alentadora.
“Luchar por amor, qué bonito suena”, pensó.
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