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El ruiseñor, de Hans Christian Andersen

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La historia que vamos a contar sucedió hace muchísimos años. Razón de más para contarla, porque de otro modo, con todo ese polvo de tiempo encima, nadie la recordaría, y es mejor que no se olvide nunca.

Han de saber que el emperador de la China es un señor chino que vive rodeado de chinos. El de nuestro cuento, habitaba en el más hermoso de los palacios, todo hecho de finísima porcelana blanca rodeado de un jardín donde florecían las plantas más extrañas. El jardín era tan grande, que ni siquiera el jardinero estaba seguro de saber adonde terminaba. Si alguien del palacio se animaba a caminar lo suficiente, podía encontrarse con lagos enormes y todavía un poco más lejos con grandes bosques que llegaban hasta el mar.

Por aquel mar navegaban algunos barcos y sus afortunados pasajeros alcanzaban a ver desde la borda las orillas del jardín del emperador. En uno de los árboles del bosque, vivía un ruiseñor. Cantaba tan maravillosamente que hasta los pobres pescadores que echaban sus redes en la playa cercana, agobiados por el trabajo y las necesidades, se detenían gozosos a escucharlo. Visitantes de todas partes del mundo llegaban al país y se quedaban admirados del esplendor de la ciudad imperial, entre cuyas maravillas estaban el palacio y el jardín del emperador; pero nada los dejaba tan extasiados como el ruiseñor que cantaba en los lejanos bosques.


Muchos de ellos, al volver a su patria, escribían libros contando lo que habían visto y ninguno de ellos olvidaba al ruiseñor. Un día llegó a manos del soberano un libro que le enviaba su colega, el emperador del Japón. Leyó muy satisfecho lo que se contaba de reino. Y del ruiseñor. Primero sintió orgullo y luego sorpresa; y la sorpresa le causó un disgusto:


-¿Qué es esto?-se preguntó- Dicen que lo más maravilloso de mi reino es este pájaro. ¿Será posible que tenga que enterarme por los libros? ¡Se me está ocultando tan importante asunto! ¡Qué venga el chambelán!

Entonces, vino el chambelán que era un gran señor de la corte, personaje de tan alto rango que jamás dirigía la palabra a los inferiores.
-¿Cómo se explica esto?-le preguntó enojado el emperador-Cuentan en estos libros que existe aquí un pájaro que se llama ruiseñor, que es la maravilla más notable del reino. A mí nunca se me habló de él. ¡Quiero que esta noche venga a cantar a palacio!

-Perdonad, señor-respondió humildemente y confundido el chambelán-. Lo buscaré para traerlo ante vos. Vuestra Majestad tendrá esta noche en sus salones a tan famoso cantante.
Atemorizado por el enojo de su soberano, el desdichado funcionario corrió escaleras arriba y escaleras abajo, pero no halló a nadie que supiera del ruiseñor. Entonces volvió ante el emperador y le dijo muy convencido:

-He estado investigando por todo el palacio. Vuestra Majestad no debe creer todo lo que se escribe por ahí. Los libros no son más que invenciones y los poetas unos grandes mentirosos en todas partes.
-Pero este libro me lo envió el poderoso emperador del Japón. ¡No puede mentir!¡Insisto en que tengo que oír cantar al ruiseñor!. De lo contrario, ni un solo morador del palacio quedará sin castigo.

El chambelán echó a correr con muy poca dignidad. Y otra vez escaleras arriba y escaleras abajo. Por fin se le ocurrió ir a la cocina y halló a la muchachita que allí trabajaba.
-¡Oh, sí!-respondió cuando le preguntaron-¡El ruiseñor!. Lo conozco muy bien. Cuando regreso a mi casa, suelo detenerme en el bosque para escucharlo. Su canto es tan dulce, que hace brotar lágrimas de mis ojos y me parece sentir como si mi madre me estuviera besando.

El chambelán dio un brinco de alegría. En seguida se puso muy serio y prometió a la niña un puesto permanente en la cocina y también permitirle asistir a la comida del emperador, si lo guiaba hasta el lugar donde estaba el ruiseñor. La niña consintió y cuando emprendieron el camino, una multitud de cortesanos fue tras ellos. De pronto, ya en el bosque, un sonoro canto rompió la quietud. Pero se sintieron muy desilusionados al ver un ave tan pequeñita y tan poco vistosa. Sin embargo, el ruiseñor continuó su melodía y al poco rato estaban todos embelesados.


-Señor pájaro-dijo el chambelán-. El gran emperador de la China os invita a que vayáis a cantar esta noche al palacio. Quiere oír vuestra soberbia voz.
-Mi canto se escucha mejor en los bosques-respondió el ruiseñor-, pero iré a ver al emperador y cantaré.

Regresaron y pronto se dispuso todo para la fiesta. Esa noche, el palacio resplandecía de luces. En el centro del gran salón principal, se levantaba el trono del emperador, recamado de piedras preciosas y junto a él colocaron una percha de oro donde había de posarse el invitado. A la cocinerita le permitieron que se asomara a una de las puertas interiores para ver la reunión. Las damas lucían preciosos trajes de seda bordada y había gran animación. Se dejaron las ventanas abiertas, a la espera de tan ansiado artista.

Cuando el ruiseñor entró por una de ellas, todos quedaron callados, a la expectativa. el pájaro se posó en la percha y cantó. Cantó tan armoniosamente, con tanta dulzura, que las lágrimas corrieron por las mejillas del emperador. Cuando terminó, el soberano se secó los ojos y quiso darle como premio un regalo: una preciosa chinela de oro. El ruiseñor inclinó la cabecita.

-Señor-dijo, me basta el homenaje de vuestra emoción para sentirme feliz.
El emperador de la China quedó prendado y quiso que el pájaro quedara en el palacio. Insistió tanto que el ruiseñor aceptó por fin. Se le hizo construir una jaula especial toda de oro y se le concedía permiso para salir dos veces al día y una vez a la noche. Diez sirvientes lo cuidaban. El ruiseñor vivía en medio del esplendor del palacio, mimado y agasajado, pero sufría por falta de libertad.

Un día, un cortesano envidioso se presentó ante el emperador con una cajita. Al abrirla, halló en ella un hermoso pájaro mecánico fabricado con brillantes y piedras preciosas que, cuando se le daba cuerda, cantaba igual que el pequeño ruiseñor del bosque. Era perfecto. Entonaba sus melodías en cualquier momento que se deseara oírlo y su aspecto era mucho más bello que el pájaro verdadero, que sólo tenía sus humildes plumas.

El emperador enloqueció de alegría y vanidad al pensar que era dueño de tan asombroso invento. Llenó de honores al cortesano que se lo ofreció, y no hubo un solo personaje en el palacio que no afirmara que ese pájaro era superior al otro en belleza y armonía.

Y sucedió que poco a poco fueron olvidando al ruiseñor, y éste entonces huyó por la ventana. Nadie tuvo para él una palabra de cariño, ni nadie sintió remordimiento por haberlo abandonado. Por el contrario.
-Es un desagradecido-comentaron a una sola voz los cortesanos- Pero no tiene importancia que se haya ido ahora. Nos queda el mejor de los dos.

El pájaro artificial se convirtió así en el mimado de la corte. El emperador quiso que el pueblo entero pudiera oírlo y dispuso que se diera un concierto en la plaza pública, dirigido por el mejor de sus músicos. Los que asistieron quedaron tan contentos como si se hubieran emborrachado con té. Sólo los pescadores movieron la cabeza a un lado y a otro sin decir nada.

Ellos sabían que ninguna criatura podría cantar como el ruiseñor.
Pero un día ocurrió algo inesperado. Al pájaro mecánico se le rompió la cuerda y no cantó más. Poco después, el emperador cayó gravemente enfermo. La tristeza lo consumía. Comenzó a adelgazar mucho y dejó de interesarse por las cosas del reino. Se moría sin remedio.
Desde su lecho suntuoso, hundido entre encajes y bajo el dosel de raso, contemplaba el pájaro artificial que lo acompañaba, encerrado en una vitrina, callado y quieto.


Una noche, cuando el emperador ya no podía levantar la cabeza de la almohada, un canto maravilloso lo sacó de su entresueño: el ruiseñor desde la rama de un árbol cantaba para él. A medida que surgía la melodía, la sangre comenzó a correr por las venas con nueva vida, se sonrosó el rostro real y brillaron los ojos hundidos del emperador.
Hasta la madrugada cantó el pájaro olvidado, y cuando el sol entró a raudales hasta el lecho, los cortesanos hallaron a su soberano completamente restablecido y feliz, mientras el ave seguía cantando en el bosque.

-¡No me abandones!-rogó el emperador-Vuelve conmigo. Vivirás libremente en los bosques, pero ven a cantar para mí todas las noches.
Así lo prometió el ruiseñor. Y prometió también contarle todo cuanto viera en el inmenso reino, para que conociera los pesares y alegrías de sus súbditos. Después, se subió a la cama y murmuró a su oído:
-Pero no digaís a nadie que hay un pajarito que todo os lo cuenta.

Hans Christian Andersen
cuento de 1843.


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