Hace muchos años, un joven y gallardo príncipe decidió casarse. Su pueblo deseaba que lo hiciera porque el rey era ya muy viejo y el príncipe debía tomar una esposa que le diera herederos.
Comenzó entonces la búsqueda de una princesa de tan noble señor.
Había muchas, y el príncipe recorrió el mundo entero; pero no acababa de encontrar lo que quería. Porque siempre tenía dudas, y no estaba muy seguro de que aquellas hermosas jóvenes que le presentaban fueran verdaderas princesas, así como él un príncipe verdadero, de vieja estirpe.
De manera que regresó a su país, muy triste, sin haber encontrado la auténtica princesa con la que quería casarse.
Contó el viaje a sus padres y allí quedaron los tres muy cabizbajos en la gran sala dorada y silenciosa, porque lo cortesanos, mudos, se habían quedado cariacontecidos en los rincones.
El rey se acariciaba la barba, pensativo, y el príncipe se paseaba tristemente mirando llover. Porque aquella tarde se había desencadenado una espantosa tormenta, tronaba y relampagueaba, el viento sacudía las copas de los árboles y en los cristales tamborileaba la lluvia.
Estaba tan triste la sala en la penumbra que los cortesanos y los criados se fueron a dormir.
Y en ese momento... en ese momento, "¡toc, toc!", llamaron a la puerta del palacio.
El rey se levantó lentamente y fue a abrir. ¿Y qué encontró el anciano monarca? Pues nada menos que una pobre princesa, calada por la lluvia y aterida de frío, que le pedía albergue.
Estaba empapada, el agua le chorreaba por los cabellos, se le metía por el borde de los zapatos y le salía por los altos tacones.
Su aspecto era lamentable, pero ella aseguraba que era una princesa.
-Yo me encargaré de averiguar si eso es verdad- se dijo la reina.
Sonrió a la joven, la atendió con mucha amabilidad y le ofreció ropa para cambiarse.
Después, le hizo servir una taza de té bien caliente junto a la chimenea. Y mientras la niña conversaba con el anciano rey y con el joven príncipe, la reina dijo que iba a ocuparse de arreglarle el dormitorio.
Con mucha astucia, preparó la cama. Puso sobre el elástico un guisante y luego colocó encima veinte colchones mullidos y veinte edredones bien acolchados. Así dispuesta la cama, la reina volvió a la sala, donde su bonita huésped, ya repuesta del remojón, tenía encantados con su gracia y simpatía al rey y al príncipe.
Como estaba muy cansada, manifestó deseos de retirarse a dormir.
La princesa saludó dando las buenas noches, y el rey, la reina y el príncipe charlaron durante un rato. Al rey le parecía encantadora su visitante, y el príncipe estaba ya casi enamorado de ella, pero los dos temían que no fuera una princesa verdadera.
La reina sonreía.
Al día siguiente, cuando llegó la hora del desayuno, volvieron a reunirse todos en el comedor. El rey estaba mojando su sabrosa medialuna en su café cuando entró la joven con aspecto fatigado.
-No parece que hayáis descansado-dijo el monarca- ¿Cómo pasasteis la noche?.
-¡Oh, muy mal!-respondió ella, frotándose la cintura-. No he podido dormir. Algo había en la cama que me ha molestado mucho. Algo tan duro que estoy llena de moretones. ¡Espantoso!.
La reina, alborozada, se levantó para abrazarla: sólo una verdadera princesa podía ser tan refinada como para sentir un guisante a través de veinte colchones y veinte edredones.
Cuando el príncipe supo el secreto, se sintió muy feliz y la tomó como esposa.
La boda se celebró con gran pompa y el guisante fue a parar a la vitrina del museo, donde todavía hoy lo pueden ver los visitantes.
Y si ésta no es una verdadera historia de una verdadera princesa, que venga otro a contar alguna.
Hans Christian Andersen
Cuento de 1835