La bailadora viene desde el tiempo a buscar sus cuentas esparcidas y la música de timbales. En sus ojos se enlazan las luces de las fuentes, los padecimientos indígenas y la emotividad de su alma casi ficticia, pero tiene vida. Su vuelo de gaviota la trae desde la caverna de ángeles y allí se queda, libre de cadenas y del desenfreno del gentío. Ante el prejuicio de los sabios, se muestra cauta porque adora la paz y el recuerdo de su padre aunque sabe que no volverá a guiar sus pasos. Para ella no es casual la ventura de regresar y ceder espacio a las horas en una soledad sin juicios, en una inmortalidad de conciencia donde la íntima obsesión es sobrevivir… El instinto mueve su carga de abalorios y tiemblan ante la debilidad de un pueblo abnegado y aburrido.
Por momentos, se deja atrapar por la amargura en las manos de un mendigo y ve la tierra vilipendiada por los desconocidos que construyen torres en jurisdicciones ajenas; oye silbatos y su mirada brilla en el desorden de la calle majestuosa. Antes de hablar, busca los restos de su naufragio: marañas de humo sofocadas por gritos escaleras abajo, la voracidad de los enemigos negros bajo el témpano de sus alabardas, el hombro de aquel hombre feo…
De repente, escucha voces de una muchedumbre; se asusta y escapa hacia la catedral “Nuestra Señora de París”. El párroco la consuela y le dice:
‒Esmeralda, busca a Quasimodo en el trueno y la distancia, en la llama de los campanarios poblados de palomas, en el fulgor irisado de los espejos… De aquí se fue hace ya mucho tiempo.