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Querida Rosaura (Cap I, 2da parte)

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En la humilde casa recibían a todos los familiares sin distinción de clases sociales; Magdalena y Juan eran sociables y repartían sus horas entre juegos de naipes, reclamos de trabajo, noches con velas encendidas frente a un campo inhóspito y santo. Lo raro era que, por decisión de Magdalena, no aceptaban visitas de extraños por temor a ser discriminados. La pobreza dibujaba sus trazos entre los goces del silencio.

El tiempo solía ser cruel frente a las necesidades de cada uno porque nadie les regalaba nada; luchaban frente a enemigos que hablaban idiomas diferentes: la sequía, los gobiernos, la ignorancia, la facilidad para mentir, el menosprecio… La pampa parecía cubrirse con un tapete funerario que se extendía hacia el poniente sepultado por el hollín de los fogones.

Magdalena tenía varias hermanas que residían en un pueblo pequeño llamado San Jerónimo Sud. Ellas vivían en una casona con los padres Isabel San Piero y José Shalli, quienes habían venido de Italia con la finalidad de encontrar refugio y trabajo. En la Argentina habían logrado más de lo que esperaban: fortuna, un apellido ilustre, la manera de ocupar un lugar en una sociedad difícil con pocas oportunidades y muchos obstáculos. En esa casa vetusta destilaban el vino de la alegría turbados por la ambición, la opulencia y el sabor amargo de la abundancia.

José era un dictador, deux ex machina, de allí venía el genio de sus hijas; las facciones duras lo convertían en un caballero de temer, muy inteligente para los negocios pero demasiado soberbio con las personas del lugar. Con su esposa Isabel hablaban en italiano todo el tiempo, en especial cuando se enojaban entonces nadie entendía nada.
-¡Pietá!-gritaba Isabel cansada de los autoritarios modales de su esposo.

Ella tenía sesenta años pero parecía de noventa; su cara estaba delineada por surcos y contornos. Los vestidos largos con botones en la delantera le daban el aspecto de una anciana sin retorno, con las cenizas de los años sobre su cabeza, sin esperanzas ni metas. Como si todo lo que hubiera deseado en la vida lo hubiera logrado. Sólo comía y dormía como los animales que igual son felices, porque vivía a contramano tratando de hacer escalas entre los diminutos duendes que habitaban en sus espejos.



Rosaura cubierta de encajes traídos de Florencia, agitaba sus piernitas que quedaban suspendidas en el aire. Entre los marcos ovales de los retratos había un acuerdo modelado por algún alfarero alucinado. La habitación era humilde pintada con cal, el piso de madera y las ventanas con postigones que se abrían al exterior y dejaban traspasar pequeños fragmentos de sol. El tío Agustín tocaba el acordeón en el patio trasero con el traje viejo y el olor a humo de los motores de las cosechadoras.

Magdalena, la mamá, era arbitraria como su padre; siempre daba órdenes. En ocasiones y ante posibles enemigos que se acercaban a la granja, Magdalena salía a la intemperie con una escopeta y tiraba tiros al aire para que los ladrones huyeran del distrito. Era brava igual que sus hermanas porque sabía que en épocas de hostilidades había que defenderse sola y hacer justicia por mano propia.
-¡Ellos o nosotros!-solía decir cuando Juan, su marido, la miraba como quien ve a un insano que no sabe qué camino tomar y elige el menos indicado.
-¡Miedoso, hombre tenía que ser!
Juan Waner era una persona sumisa, un alemán de pocas palabras, que no intervenía en los asuntos cotidianos. Iba al campo en tiempos de cosechas y criaba la hacienda que era la suficiente como para vivir con dignidad. Sabía muy bien cómo retener las horas que se quedaban suspendidas cuando se sentaba en su silla a mirar el horizonte con un mortero de palo en las manos.  Nadie podía imaginar qué pensaba por esos años porque era muy introvertido; una persona resignada a una vida prestada, sin ambiciones ni egoísmos. Juan era bueno hasta la médula e incapaz de ofender o de preocupar a alguien de su familia, pero también era tan solitario que irritaba a Magdalena. Ella, en cambio, gritaba para ahuyentar la presencia desnuda de las penas que alborotaban los calderos, en las vertientes, frente al susurro germinal de las siestas.


-¡Es que si no te quejas parece que no te importa!
-Mujer, no rezongues por lo que no tiene solución. No llueve… Ya sabes la naturaleza manda, si el gobierno no ayuda a los campesinos nada se puede hacer…
-Te resignas tan fácil.
-Ésta es nuestra vida y hay que aceptarla porque te lleva sola.

Continuará...


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