Dolores defendía a su hijo porque sabía de sus adicciones pero no hacía nada por contenerlo y orientarlo. Prefirió no insistir con la pelea y lo dejó solo. Salvador se apartó y tomó asiento frente a la mesa vacía, como siempre, mientras su mirada se perdía por el ventanal. Lo único que le resultaba familiar era la tristeza. Permaneció un rato completamente inmóvil para hundirse luego en una de sus somnolencias momentáneas. De pronto, volvió a abrir los ojos y, con acto reflejo, consultó el reloj.
“Qué mal padre debo ser para merecer esto”, pensó.
Era agotador para él sentir que todo se le iba de las manos y que había formado una familia con la mujer equivocada, que no se ocupaba de la educación de sus hijos: un ser sin principios, sin moral ni ética. Ya era tarde para arrepentimientos porque no tenía ganas de nada; se hallaba totalmente abatido y sin fuerzas, aunque cuando se cruzaba con ella sentía que su pecho iba a estallar de furia y que una guerra interna lo empujaba deliberadamente fuera de control. Necesitaba una utopía para vivir esa realidad horrible que le tocaba en suerte pues no quería transformarse en un inquisidor.
-¿Papá, tienes dinero?-le preguntó Mía con voz dulce.
Él no perdió tiempo en charlas, sacó la billetera y le dio a su niña de ojos color canela, a quien adoraba, algo de dinero. Apagó las luces y, sumido en una densa oscuridad, lloró de impotencia.
“Hay gente que se preocupa más por el dinero que los pobres: son los ricos”.
Oscar Wilde
Al otro día llegaron Eduardo y Jorge, sus amigos desde hacía muchos años, con quienes había compartido salidas, partidos de tenis, charlas y algunas mujeres. Eran otros tiempos. Ellos eran testigos de las precarias condiciones en que se encontraba aquel amigo avergonzado por los gravísimos defectos de su familia.
Ambos lo notaron triste, como deprimido. Pensaron que era normal, pues no le hicieron preguntas porque sabían de los conflictos que estaba viviendo Salvador y de lo vulnerable que podría llegar a ser frente a sus “enemigos” diarios.
-Lo que más odio es que toquen mis cosas-dijo Salvador cuando vio salir a Dolores sonriendo en su auto con la mano levantada.
-No te lo tomes así-dijo Jorge -En el matrimonio todo se comparte.
Salvador sacudió la cabeza como negando sus palabras.
-Mira que te deja y se va con otro-dijo Eduardo.
-Ojalá…-contestó Salvador como iniciando un duelo de cara a la tierra.
Los dos amigos se miraron perplejos; estaban desconcertados. No quisieron ahondar en la cuestión ya que no entendían bien lo que quiso decir.
Suele suceder que frente a personas depresivas nadie sabe cómo actuar y se desvinculan del tema, con aparente indiferencia. Ignoran las voces interiores, la intuición, justifican el dolor… tal vez, no sienten empatía.
Lo cierto era que Eduardo y Jorge se marcharon sin preámbulos y sin advertir que el amigo los necesitaba. Salvador era de esos hombres que no sabían o no podían pedir ayuda y que preferían, en soledad, correr todos los riesgos.
Después de cerrar el negocio, Salvador se fue para la casa y se encontró con Susan que lo miró de extraña manera. Ella era una mujer simple, con el cabello rizado, la cara redonda y grandes ojos, que no sabía nada del caos del mundo y que se conformaba con poco.
-Encontré esto-le dijo y sacó el revólver de su delantal. Temblaba como si estuviera afiebrada y dispersa.
-¿Dónde? ¿Cómo?-contestó Salvador desesperado.
Continuará...