Alejandro Roca la venía a buscar en su auto para llevarla a dar unas vueltas por la ciudad. Encarnación estaba fascinada con la personalidad de ese hombre que la trataba como si ella fuera una princesa agitada y sin control. Intentaba, por momentos, quedarse quieta, no hablar, y frenar esa vehemencia como si fuera un juego de infantes. Encarnación, acalorada, se rendía ante los encantos de ese hombre que le daba un lugar de mujer que nadie le otorgaba por ser la menor de la familia.
Mientras tanto el amor de Letizia por José iba creciendo lentamente entre los malvones y las madreselvas, con los conejos y los gatos y bajo su piel de efigie modelada por un Dios crucificado. Las sensaciones iban desapareciendo con el correr de los meses, sin conjeturas, con la paz de un alma diligente que no sabía de egoísmos y que continuaba con vergüenza o cobardía los designios de sus padres.
Ella seguía con sus remilgos de virgen las órdenes de Manuela que como buena cristiana le enseñaba las reglas y la importancia de ser “una señorita”, pero su anatomía quería rebelarse ante la ternura de José que la perturbaba por completo. A Letizia le gustaban los hombres niños, indefensos y carentes de afecto que despertaban en su alma sus más inaudibles suspiros. Sin embargo, sabía muy bien controlar sus impulsos y esperar el momento adecuado para abandonar la castidad sin enterrarse en la culpa. La sabiduría del cuerpo le decía que el alma podía amar a todos y cada uno de los seres terrenales que eran objeto de su merecida pasión. Tiempo era lo que sobraba para cavilar sobre el futuro que Manuela, por los diálogos fantasmagóricos, ya conocía.
-Encarnación es un diablillo-decía la abuela con la vista fija y desconcertada.
-Déjala, está jugando… o acaso se halla enferma-dijo Manuela sobresaltada por el comentario de la madre que no entendía de diferencias generacionales.
-¡No, mujer!-respondió en un grito-Vigila a esa criatura más que a Letizia porque te va a dar una sorpresa.
Manuela no pensó en nada sólo rezó una plegaria a la Virgen con un gesto retorcido de servidora de la Biblia como si el mundo empezara y terminara en los salmos.
De nada servían las misas y confesiones porque absolutamente todo se había desbarrancado, aunque Letizia seguía amarrada a una soga con poco hilado que, tal vez, pronto terminaría rompiéndose por el miedo asfixiante de Manuela.
Julián compraba coches último modelo para agasajar a sus hijas mientras trataba de adivinar un futuro detrás de las cortinas tejidas al crochet, pero sólo lograba aturdirse con su propia ambición sin alcanzar a ver que aparecían sombras furtivas, irreconocibles, sospechosas, que luego dejaban un hueco que, en la ventolina, parecían un tenue cachetazo.
Letizia y Encarnación, como reinas con sus vasallos, eran la clave para entender el porqué de los misterios que perturbaban la casona; la huída hacia lugares remotos con la convicción de llevar el cuerpo y el alma unidos era la solución y la necesidad. ¿Sabían dónde se hallaba ese sitio alumbrado por las teas o era simplemente la resignación de entender que si escapaban existía la separación?
No debían demostrar temor ante Manuela porque con ello avivaban su pesimismo, pero estaban cansadas de vivir a la sombra de los otros.
Letizia, de todas maneras, rezaba para ocultar las conspiraciones, las demoras y los titubeos. Cuando miraba el retrato de Rocío, los nubarrones aclaraban el firmamento y las ideas volvían a un lugar reverenciado donde Manuela ubicaba los cuchillos y los credos.
La muerte esperaba que el dolor se atenuara con la melancolía de las noches y la hipocresía de la calle y su provocación, pero Manuela se redimía con los anatemas de los sacerdotes, arrodillada desde el atrio hasta el altar, detenida siempre en el futuro…
Encarnación, acalorada e impaciente, se encontraba con Alejandro Roca en el invernadero entre el sopor de las begonias y los lirios. Parecía una calandria en estado de gracia, moribunda y despierta, casi degollada por Manuela pero sin ningún límite. Tenía la prudencia del peligro bajo su anatomía y Alejandro ya no pensaba en las rejas cuando la casa brillaba con el llanto de una voz egoísta.
No había violines pero sí se escuchaban las cítaras en novena sinfonía de réquiem entre los musgos; Encarnación parecía una alhaja de oro que traía sus llamaradas a envejecer junto a otro cuerpo sin edad.
Ella miró a Alejandro a los ojos; no quería hablar. La mujer que existía en su interior intentaba ser prudente, aunque fuera en apariencias. Forcejeó para huir pero él la amarró con fuerza. Algo se transformó en esa mirada que, a veces, parecía distante. Un breve gesto de alegría apareció en su rostro como si escondiera un secreto.
Alejandro encendió un cigarrillo y decidió que pronto tendría que visitar a Julián y a Manuela. Tenía poca experiencia pero estaba dispuesto a hablar de cualquier tema: de su pasado y del amor, de la familia humilde a la cual pertenecía, ¿del casamiento con Encarnación?...
Manuela desconfiaba de los hombres, menos de Alejandro Roca, sobre todo de aquellos que entraban a los templos y conventos.
-Van a pedir perdón -solía decir.
Ella visitaba a las monjas y a los hospitales porque su deber era rezar y ser solidaria con los necesitados; llevaba alimentos, remedios y cariño a los huérfanos que se hallaban en las órdenes religiosas. Manuela se sentía más sola que esos niños; amaba las casas viejas con tejas coloniales, las gatas de Angora que dormían en los roperos, los crucifijos, el campo y la llanura aunque los espacios le ocasionaban fobias.
Continuará...