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El Libro de los Recuerdos

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Palabras como pájaros

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Nací a la medianoche en primavera. Mis padres, que ya eran grandes, sintieron que un sueño se convertía en realidad.
Las callejas de mi pueblo mostraban un campanario bendecido por mi bisabuela Melanie, allá por el 1900.
 En el retablo de la luna quedaron mis ojos negros…

La gente, en los veranos, se sentaba en las veredas a tomar aire. Nosotros jugábamos sin tener miedo a nada; nos reíamos, disfrutábamos de las tardes sin brújulas. La única responsabilidad era aprender.
Mi infancia fue la época más feliz de mi vida.

Las aceras que, entre la enramada, enlazaban sus tramas me envolvían en guerras de indios, toldos y plumas, viajes a países de princesas etéreas con libros, poemas y comparsas. Participé del carnaval; la carroza se llamaba Pimpollo y yo iba vestida de flor. Entre luces y sombras, las máscaras mostraban el artificio de lo efímero. A mí no me gustaban mucho esos festejos, me parecían algo desenfrenados; querían arruinar mis mejillas empolvadas. Yo no jugaba, sólo miraba. Parecía muñeca de cera, no quería que me tocaran… Prefería la paz de mi casa.  En aquellas jornadas de modista criando bebés de felpa, me abrazaba a mi gato negro. Yo lloraba y él, desesperado, no sabía cómo consolarme.

Solía viajar en tren en algunos inviernos. Veía los campos desnudos y los tejados blancos. Las chimeneas parecían envejecidas por la bruma cuando el día tomaba su fotografía. Eran las estaciones del alma que escribían su historia.
No tenía idea de las horas y de la finitud de la existencia porque era dichosa.
El recuerdo de aquellos días me trae la perfección de los momentos y me enfrenta a una realidad diferente, pero me quedan sus rastros, las fotografías y el culto a la amistad.
Llueve la tarde
sobre el rojo tejado
risas de niños.



En la adolescencia engañaba al espejo cuando mi rostro me decía que parecía un angelito del cielo. Quería ser mayor, corría delante de mis propios pasos. Necesitaba llegar… ¿Dónde?

La esperanza invadía un mundo en donde la música encontraba sus horarios, era cuidadosa y sabía, espiritual. Me abandonaba a las ideas intelectuales con mi mirada pulcra de joven rebelde y solitaria. No veía a la gente porque soñaba con una de mis obras: encontrar un amor único que llenara los espacios vacíos con la sabiduría del equilibrio.
Dibujaba poesías, pintaba cuentos… con un sentimiento único e irrepetible y con el íntimo deseo de permanecer a la vera de los días, razonablemente feliz.
Existía una historia adulta que me esperaba entre cuadernos y patios, con un jardín de pétalos chinos y de golondrinas.
Yo me internaba por los recodos de mi casa colonial y entre la periferia de un Arca poblada de gatos me dormía para seguir soñando.

Se abre el libro mayor…
Y allí figuran los primeros miedos y los insomnios que hablan. Veinte años sobresaltada por los temores. Dos ojos severamente recorriendo los rincones que suenan a cristales rotos y la manta de lana juega en mis hombros como los cien folios en sus gotas de miel.
¡Todo se registra en las páginas de la vida!
Mis padres
y la ausencia de ellos,
la casa rural,
la gata Milagros,
el dolor,
la página en blanco…

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