Hoy voy a compartir el té con ustedes
y con la infancia de mi abuelo Eduardo.
Me inspiré en él porque tengo sus cuadernos de escuela,
del año 1916.
Eduardo era un niño que asistía al colegio
"San José de Artes y Oficios",
un instituto de sacerdotes.
En su propia biblioteca tenía sus libritos religiosos
forrados y ordenados,
estaban tan rígidos en su sitio que resultaba imposible
imaginar que hiciera uso de ellos.
A su madre Melanie le gustaba el orden y la ética
pero al pequeño le interesaba correr por el campo y conducir
las herramientas de labranza,
actividad que realizaba a escondidas de François,
su padre.
Recorría las baldosas rojas del patio de la estancia,
bajo las glicinas,
y compartía sus sueños y travesuras
con el caballo Juancho.
El niño era muy talentoso,
escribía con pluma y tinta de varios colores en letras góticas
y de una manera exageradamente perfecta
para su edad.
Se destacaba en matemáticas y componía muy bien sus relatos
sobre la vida del campo,
sobre los pájaros, las tardes de caza y los mendigos...
Siempre dejaba una moraleja al final.
En el colegio de curas el día comenzaba a las seis de la mañana,
transcurría en estricto orden
y terminaba con las campanas de las siete;
hora del acto de contrición para santificar el alma
y prepararse para una supuesta vida mejor.
(cuadernos de mi abuelo Eduardo y de su hermano José)
Eduardo no soportaba el claustro, los corredores helados,
el olor a incienso y azucenas,
el susurro de los monjes
y las paredes blancas llenas de cruces...
Observaba el altar con un Cristo de mirada húmeda
y trataba de rezar el rosario pero pronto se perdía en aventuras
donde los recuerdos del campo se mezclaban
con las páginas de la Biblia.
Todo lo asimilaba con rapidez para acabar con el martirio,
aquellos sermones de palabras en latín
lo adormecían y se despertaba reclinado
sobre los bancos de madera oscura.
Cuando caminaba por la galería se encontraba,
de improviso, con los huérfanos y abandonados que vivían allí
desde pequeños.
Hacían labores domésticas y limpiaban ya que no había mujeres,
algunos tenían la palidez de los religiosos
y ese andar de solterón reprimido.
Sus rostros de cera se confundían en el patio de recreo
y nada resultaba más tedioso que verlos sentados al sol.
Contaban las horas de su monótona existencia.
Eduardo muchas veces trepaba a los árboles y veía la ciudad
con las diligencias, carretas y galeras,
las levitas de los señores y las damas de alta sociedad.
Quería ser libre, estaba cansado.
No creía en los ángeles y vírgenes
ni en las frases virtuosas de Historia Sagrada.
Era rebelde.
ABUELO
Andante caballero de la pampa
y del trigo,
hidalgo del caballo, la espiga
y el sombrero.
Caudillo sembrador,
gaucho jazminero.
Sin pausas, sin descanso,
sin Navidad y sin domingo.
Por capricho, por atavismo,
por sueño o por cansancio,
te quedaste con tu nombre.
Eduardo, abuelo,
Eduardo, paisano
de ásperos caminos.
Luján 2013