Mi mujer es provinciana como yo. Nació en una ciudad del Sur, Chillán, famosa en lo feliz por su cerámica campesina y en la desdicha por sus terribles terremotos. Al hablar de ella le he dicho todo en mis "Cien poemas de amor..."
Matilde, nombre de planta o piedra o vino,
de lo que nace de la tierra y dura,
palabra en cuyo crecimiento amanece,
en cuyo estío estalla la luz de los limones...
Tal vez estos versos definen lo que ella significa para mí. La tierra y la vida nos reunieron.
Aunque esto no interesa a nadie, somos felices. Dividimos nuestro tiempo común en largas permanencias en la solitaria casa de Chile. No en verano, porque el litoral reseco por el sol se muestra entonces amarillo y desértico. Si en invierno, cuando en extraña floración se viste con las lluvias y el frío, de verde y amarillo, de azul y púrpura. Algunas veces subimos del salvaje y solitario océano en la nerviosa ciudad de Santiago, en la que juntos padecemos con la complicada existencia de los demás.
Matilde canta con voz poderosa mis canciones. Yo le dedico cuanto escribo y cuanto tengo. No es mucho, pero ella está contenta. Ahora la diviso cómo entierra los zapatos minúsculos en el barro del jardín y luego también entierra sus minúsculas manos en la profundidad de la planta. De la tierra, con los pies y manos y ojos y voz, trajo para mí todas las raíces, todas las flores, todos los frutos fragantes de la dicha.