Salvador Ferrer era un hombre excéntrico de cincuenta años de edad, el primogénito de una familia burguesa. Su madre Úrsula, quien tocaba el órgano en la iglesia del pueblo, todavía lo protegía como un niño y su hermana menor Pilar era como su sombra; aunque la diferencia entre ellos no era incongruente, él por ser retraído parecía mucho más joven.
Salvador estaba casado con Dolores, una mujer con demasiado carácter muy manipuladora. Tenían tres hijos: Roberto, Mía y Guillermo.
Él nunca había sentido la felicidad de extrañar la ausencia, de enmudecer ante la mirada de unos ojos que dicen más que las palabras, pero era cierto que, a pesar de todo, se habían unido en matrimonio. La boda fue en la iglesia del pueblo una mañana de abril.
-¡Voy a llevarme el BMW para salir con mis amigas esta noche!-le dijo Dolores a Salvador que estaba en su escritorio preocupado por los problemas financieros.
-¡El auto no se toca, llévate el tuyo!.
Salvador se sentía agobiado por esa familia demandante que no hacía más que exigir, reclamar dinero a toda hora, salidas y viajes. Él era un hombre que le gustaba vivir bien, pero sentía que en su alma se libraban demasiadas batallas. Su padre había fallecido muy joven, dejando a toda la familia a su cargo, cuando Salvador solamente tenía quince años. Tuvo que atender los reclamos de una madre posesiva y controladora y de una hermana caprichosa e impulsiva. Salvador dejó los estudios para dedicarse a los negocios de su padre que precisamente no eran tan transparentes como hubiera deseado. Hombre incansable y trabajador, supo cómo mantener aquella fortuna y acrecentarla. Por añadidura, siguió el camino de su padre con total libertad y ajustándose a los códigos que, de antemano, a su progenitor lo llevaban a buen puerto.
Salvador se mostraba resistente a una vida de lucha por lograr una posición social elevada, pero el vacío que sentía en su alma, esa soledad que perciben aquellos a quienes le falta afecto, no se reemplazaba con nada.
Pensaba que había hecho bien cansándose con Dolores a quien no amaba. Su comunicación sexual: la intimidad, por aquellas épocas, era perfecta y él no quería otra cosa ni lo necesitaba. Lo que ocurre es que el verdadero amor no es eso precisamente y Salvador, a los cincuenta años, se estaba dando cuenta. Ya era tarde. Para algunos, la soledad no es una circunstancia ni una consecuencia sino una manera de ser.
-¡A comer!-gritó Susan, la señora de servicio.
Salvador llegó al comedor; la mesa servida tenía solamente un plato. Nadie se hallaba en la casa y él no sabía dónde se encontraba su familia. Dolores solía volver a cualquier hora sin rendir cuentas como si la casa fuera una fonda de paso.
Salvador, apesadumbrado, almorzó sin levantar la vista y sin hacer preguntas a la mucama que lo miraba como quien ve a un pobre hombre con demasiado dinero o a un forastero muerto en un zanjón. Su rostro no le decía nada, parecía un vagabundo, un pobre desgraciado; sin embargo, vestía con las mejores marcas de ropa.