Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas
y pantalones de pana desde sus tierras de Orihuela,
en donde había sido pastor de cabras.
Yo publiqué sus versos en mi revista "Caballo Verde"
y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él.
Tenía una cara de terrón y de papa que se saca de entre las raíces
y que conserva frescura subterránea.
Vivía y escribía en mi casa.
Mi poesía americana, con sus horizontes y llanuras,
lo impresionó y lo fue cambiando...
Miguel Hernández, toda
la anaranjada greda o levadura
de tu tierra y tu pueblo
revivirá conmigo...
El recuerdo de Miguel Hernández
no puede escapárseme de las raíces del corazón.
El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido
erigidas entre la oscuridad y los azahares,
eran para él presencia obsesiva,
y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal
y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color,
del perfume y de la voz del Levante español,
con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud.
Su rostro era el rostro de España.
Cortado por la luz, arrugado como una sementera,
con algo rotundo de pan y de tierra.
Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa especie quemada
y endurecida al viento, eran
dos rayos de fuerza y de ternura.
Los elementos mismos de la poesía
los vi salir de sus palabras,
pero alterados ahora por una nueva magnitud,
por un esplendor salvaje,
por el milagro de la sangre vieja transformada en un hijo.
En mis años de poeta,
y de poeta errante,
puedo afirmar que la vida no me ha dado
contemplar un fenómeno igual de vocación
y de eléctrica sabiduría verbal.
SONETO
Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes;
penas que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.
Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes
por la noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.
Nadie me salvará de este naufragio
si no es este amor la tabla que procuro,
si no es tu voz, el norte que pretendo.
Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.
Miguel Hernández, español (1919-1942)