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"Vera Violetta"-Cuentos del día después...

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EL MORADOR


Me gustaba ver la casa de lejos, como al pasar, cuando de chica iba al campo que quedaba al frente.
Me contaban que mi abuela Juana tejía en la galería junto a los guardianes y la gata Lola. Yo la veía linda con su pelo blanco y las arrugas de anciana joven. También estaba el abuelo Eduardo vestido de gaucho con el recado, el lazo, las boleadoras, el facón y las espuelas.
 La casa miraba al norte y estaba rodeada de cedros, álamos y pinos. Un molino daba vueltas con su palabrerío de rey que observaba la luna todas las noches y escuchaba, sin chistar, los rezongos de Jeremías, el criado negro.

 La tía Francisca llegaba los domingos cargada de pasteles y recorría las plantaciones de verduras… Tenía aires de dama europea con el traje de Coco Chanel y su perfume “Vera Violetta” inundaba las habitaciones que olían a dulce de ciruelas, muy duradero y estimulante.

  En presencia del abuelo Eduardo todos callaban y nadie podía eludir su rígido armazón de caballero de las pampas argentinas con su trayectoria de político caudillo.
   Esa morada guardaba secretos con sus cuartos pequeños y claros y sus muchos faroles que Jeremías encendía al atardecer cuando los espectros de los sembrados hacían sus nidos en los portales. Esquelético, el mucamo negro vagaba por los pasillos llevando una bandeja de plata y consolaba el llanto de la abuela Juana que arrastraba sus pañoletas de invierno con desconfianza y miedo. Las gallinas dormían sobre los árboles cuando el sol se apagaba y se serenaban los ánimos, pero el jaleo podía aparecer en cualquier momento con las travesuras de Alberto, Elisa o Roberta. Los muebles de caoba relucían frente a las tazas de porcelana de la bisabuela Melanie en el comedor, mientras François los miraba a todos desde un retrato pintado por algún artista bohemio inhumado hacía ya mucho tiempo.

    Esos años enlazaban historias y traían a mi vida recuerdos escabrosos e irreales que atronaban en mi cerebro cada vez que pasaba con el auto por el portón.
     Frente a la realidad que me hablaba dialectos diferentes, un día decidí visitar el lugar para irritar el alma del abuelo Eduardo y escuchar el parloteo de cotorra de la tía Francisca, pero el silencio de ultratumba se ataviaba de Quijote y se burlaba de mi curiosidad pueril.
     La casa desierta estaba destruida. Los cristales rojos y blancos en cuadros de la galería de los vitrales eran trozos minúsculos esparcidos por el piso de mosaicos, como si algún ladrón se hubiera enojado con aquella familia de labriegos.
    Los dormitorios helados mostraban la desazón ante las paredes ajadas; esos muros llenos de palabras se enfrentaban con mi mirada: la primera.

    A mis espaldas escuché que alguien habló:
     ‒Buenas noches.
    Un haz de luz penetró por una grieta y no pude gobernar el impulso de darme vuelta: era un peón de estancia. Miré la puerta de vidrios labrados con la cortinita tejida al crochet que seguramente mi abuela Juana había colgado.
     ‒¿Tiene miedo de recorrer la casa?
     ‒Sí, porque es tarde y está algo oscuro… ¿Usted no se asusta un poco cuando aparecen las sombras en un lugar tan silencioso donde tantas vidas lloraron o rieron?
      ‒Bueno…‒dijo el hombre dudando‒, antes… cuando vivía sí.

L.Fraix

-----------Del libro Vera Violetta-Cuentos del día después...



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