Aquella Manuela que conocí no me miraba, no se daba cuenta de que yo la observaba como quien ve un lienzo empolvado por los años. Ella era distante, inalterable, sosegada... Llevaba sus angelicales procesiones dentro del alma como un nudo de llanto. Era la madre que sabía hablarle a los muros, a la sombra asilada en su piel, a los retratos. Yo era una más que llegaba para irme rápido detrás del anochecer.
Manuela, una mujer real.