En familia conversaron sobre las historias de Viena.
Eduardo contó sus travesuras de la niñez y recordaron a François que cuando llegó de Francia fue a mendigar a los mercados, a observar la vida de los pobres y a las tabernas donde los mercaderes húngaros vendían sus cuentas de vidrio.
La abuela Melanie dormitaba vestida de terciopelo pues tenía frío bajo el calor del estío; otra Navidad sin protección, arrodillada al servicio de su familia bajo la lumbrera.
Los nietos ya estaban grandes y no la necesitaban tanto; podría exiliarse en la melancolía a remendar enaguas y poder así disipar la opresión de un pecho que reclamaba una paz que no encontraba en ningún sitio.
No existía el futuro en el horizonte de la abuela Melanie porque ya no tenía una meta. Todo, absolutamente todo, lo había logrado.