No hay casi nada más hermoso que ordenar una biblioteca. No hay casi nada más hermoso: los libros, que apenas mostraban el escueto lomo desde el filo de los estantes, reaparecen de pronto en el esplendor de la belleza. Las tapas nos devuelven las imágenes olvidadas, aquellas que despertaron nuestro deseo. Y entonces, inevitablemente, la tarea se interrumpe; al reabrir uno surgen recuerdos y los ausentes se sientan otra vez con nosotros a la mesa de café. Los libros tienen voz: nos hablan de lo perdido. Y también- esto es lo que más duele- de aquello que ya nunca lograremos encontrar.
La vida se ha ido y a su paso ha dejado libros. Allí están, como huellas de la búsqueda o indicios del fervor, fragmentos luminosos del mundo. Allí están, silenciosos, eternos, hermanos.
Los encontramos en cualquier ciudad, en cualquier andanza, en cualquier horario. Llegaron a nosotros desde los lugares más distantes. Los llevamos bajo el brazo en las calles más remotas. Siempre hubo uno a nuestro lado.
Quién sabe, tal vez el libro fue de alguna mujer que partió y lo dejó para que, cuando lo tomemos, intentemos recordar el modo en que besaba o el perfume de su pelo. Y por supuesto, fracasemos.
No hay casi nada más hermoso, o nada. Cuando los veo allí, juntos contra el olvido, fieles a mi lado después de tanto tiempo, sé que son lo próximo que conozco a la verdad y el sentido. Y sueño con que alguna noche bajen de la biblioteca silenciosos para abrazarme entre sus páginas.
Sebastián Riestra.