Por las noches, al acostarse, Melanie pensaba mucho en la vida y aparecían en su memoria fragmentos del pasado que le traían nostalgia. La diversidad de secuencias la remontaba a Suiza, allá en el valle, junto con sus hermanos. Aquella taza de leche al regresar de la escuela, el miedo a los caballos alazanes de pelo rojizo o canela y las caminatas con la leña para el hogar al lado de su papá Juan José. Había tanto que añorar que resultaba imposible resumirlo en los sueños. Recordó a su abuela Victoria Dunoyer que le contaba historias de Napoleón y de su gran amor Desirée, una mujer extremadamente femenina, fatal y misteriosa envuelta en una armonía de fragancias: iris azul, rosa de mayo, jazmín de Grasse, ámbar gris. El joven militar Napoleón jugaba con el nombre de ella, la llamaba “Desirée, la deseada”.
Luego el viaje a América, un lugar para vivir sin grandes aprensiones pero tan diferente a Europa; los comienzos y la lucha contra los aborígenes. Sólo había algo que borraba los vestigios de tristeza: las novelas, la escritura y el amor por los animales.
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