Eduard Charlemont |
“La tendieron en el ataúd negro envuelta en el sudario
blanco. Estaba muy bella, aunque tuviera los ojos cerrados.
Hans Christian Andersen
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, la abuela rezaba. Su cara tenía el color de las fotos antiguas, el gris opaco y el polvo del tiempo a sus pies. En su andar recorría cajones, vitrinas, roperos… y destejía abrigos en la soledad contando los segundos de llanto y de espera. Su vista se empañaba porque temía el adiós.
De lejos, la luna miraba la calle donde Julia daría los primeros pasos, la muñeca junto con el perro, el oso Felipe… y la abuela. Abandonada en su hamaca, dormitaba. Lo sufría todo con paciencia; dejaba los años y la mitad de su energía para dedicarse a ella.
Se abría la puerta y entraba el médico… ¡Tanta lentitud y precauciones!. La temperatura aumentaba y ella se agitaba porque estaba atrapada.
Concepción Ruiz no la dejaba sola ni de día ni de noche; palpitaba sus últimos latidos y vigilaba las medicinas a las horas exactas. Tenía los ojos transparentes y el alma dibujada; sostenía un rosario de nácar que estaba unido a su cuerpo.
Concepción pensaba que iba a morir si se alejaba de ella; hubiera preferido verla enferma toda una vida antes de soportar su ausencia. Si su corazón sangraba tenía una razón para seguir. Soportaba el dolor y escondía sus gritos mientras pasaban las jornadas.
Julia ya no lloraba; la anciana se cubría de ceniza pero estaba allí para adivinar su sed y leer un cuento de hadas. Revolvía el baúl y sacaba ovillos pero necesitaba tiempo para fabricar camperitas rosa, disfraces y títeres. Su nieta llenaba los huecos que dejaba la lucha.
“Siempre estaré unida a ti”, pensaba.
A Concepción Díaz le daba miedo salvarse porque tenía demasiado camino recorrido; hubiera querido darle su vida a la pequeña Julia. Dios le encargaba una misión que debía cumplir.
En el silencio caían sus palabras cuando negaba el presente mientras cantaba bajito en la penumbra del anochecer poblado de sombras chinescas. En ese abismo de ojos cerrados, Julia transpiraba sus lágrimas mientras sentía brazos que la acunaban y ceniza en su cuerpo.
La realidad era la separación.
“¿La abuela dónde está?
La niña buscaba la mano de Concepción como si fuera grande aunque no comprendía; intentaba encontrar su propio milagro porque ya amaba, pero era prisionera.
Concepción se había dormido…
De repente, escuchó un gemido muy fuerte, atropelló la silla y fue junto a la cama; su nieta ya no respiraba. Retrocedió. Aparecieron en su memoria imágenes fugaces, balbuceó…, suspiró profundamente y cayó como por un barranco.
La abuela caminó descalza por el túnel; había aroma a pino y a menta. Buscó a Julia desesperada… Tenía las manos vacías porque su rosario había quedado en la cabecera de la cuna alba.
La niña, inexplicablemente, comenzó a llorar.
Luján Fraix
* DIPLOMA DE HONOR------------Concurso Icthios (Mendoza, Argentina)
*3era MENCIÓN en narrativa--------Espaciarte 2003-Diploma y Medalla.