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1-MADRE TIERRA
“Patria, mi patria, vuelvo hacia ti la sangre.
Pero te pido como a la madre del niño, lleno de llanto.
Acoge esta guitarra ciega
y esta frente perdida.”
Pablo Neruda
ARGENTINA, 1910
SANTA FE DE LA VERA CRUZ
ESTANCIA LA CANDELARIA
Doña Emma terminó de rezar el rosario. Se sentía un poco sola en la estancia La Candelaria sin su amado esposo Emilio. Ella sabía que tenía que permanecer a la penumbra de las horas porque le faltaba demasiado camino por recorrer en esas tierras de lánguidos sauces y de ranchos perdidos bajo la maleza.
“Ya se viene la inauguración del colegio católico”, pensó.
Ella formaba parte de su organización junto con las damas de sociedad del pueblo. Había mucho por hacer en esas propiedades que su esposo Emilio tuvo que abandonar, a destiempo, por un capricho del destino, cuando el reloj era solamente una brújula desarticulada y añosa.
Atilio y Bernardino, sus hijos mayores, se habían ido a otro campo, ubicado cerca de la estancia, a cultivar noventa hectáreas. Se instalaron con sus tentaciones y sus remiendos de caballeros andantes y rastreadores innatos.
La casona tenía un gallinero al fondo sobre el que se recortaban dos miradores blancos. El ambiente era un compendio de motivos: el camino de carretas, la familia rural, el galanteo amoroso, el gaucho en traje de pueblo, la ranchería con ombú, la cebada de mates, el encuentro de paisanos a caballo…
Atilio y Bernardino eran muy amigos y se complementaban en las labores rurales. Se llevaban muchos años de diferencia pero no había nada que entorpeciera el horizonte que, como un mapa, les enseñaba el camino exacto. Sabían que la naturaleza orientaba la fortuna por todas las regiones en busca de un lugar; podían tener épocas de sequía o de lluvias interminables porque se hallaban librados al azar. Todo estaba dicho… Había que seguir en la lucha frente al hechizo de la tierra.
El campesino esperaba con ansiedad las cosechas para saldar sus deudas y comprar herramientas nuevas, entonces podían arrendar más campos y continuar con el ejercicio acostumbrado de la siembra y la cosecha: un ritual ardiente de soldado.
En realidad, Atilio no se parecía a nadie de la familia por su tranquilidad; era un joven despreocupado y demasiado alegre. A veces, ciclotímico.
‒Me reclama el servicio militar‒le dijo un día a Bernardino bajo el molino de agua‒Voy a tener que cumplir con la patria.
‒Bueno, así es la vida. Yo ya pasé por eso‒dijo Bernardino apesadumbrado pues se habían hecho muy compañeros.
‒Yo soy hijo de la tierra y volveré porque me lo dice la sangre.
‒Claro, a todos nos pasa lo mismo. Nuestros padres dieron el alma por este suelo y nosotros debemos seguir su ejemplo. Además, no nos cuesta nada porque amamos cada rincón de este territorio. Es la herencia que nos dejaron los antepasados.
El servicio militar obligatorio fue instituido en Argentina en el año 1901 por el entonces ministro de guerra Pablo Riccheri, mediante el Estatuto Militar Orgánico de 1901 (ley nº 4301), durante la segunda y última presidencia de Julio A. Roca.
Se reclutaba a ciudadanos entre 20 y 21 años y la duración era de 18 a 24 meses. La familia Sagnier, lejos de las frivolidades, siguió adelante con los ojos cerrados, debatiéndose entre la prosperidad y los elementos primitivos de un trabajo muchas veces ingrato. Pero siempre hubo espacio y voluntad para recobrar la energía ante un drama o una desilusión que les quebró la sonrisa, en ese círculo tan rutinario que los obligaba a innovar constantemente aunque esa rutina era ley, gloria y honor.
‒¿Es verdad que papá llegó a matar algún indio cuando era joven?‒le preguntó la niña Felicitas a doña Emma que estaba tejiendo en la galería que daba a la calleja de tierra.
‒Nunca lo dijo pero creo que sí porque desde el día que regresó del campo, después del enfrentamiento, se quedó mudo varias semanas.
‒Algo recuerdo‒contestó Felicitas con melancolía‒. Me da lástima esa pobre gente. Siempre odiaron a los blancos porque les quitaron el territorio. Para ellos fueron intrusos y abusadores.
‒Así era… por aquellos años. Los inmigrantes qué culpa tenían si ellos también tuvieron que pagar con la vida. Los indígenas eran bravos y arremetían contra las familias. Se llevaban los hijos, las mujeres y mataban los animales.
‒Sí, pero no deja de conmoverme. Ellos no entendían… (Fragmento)
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