Por la calle frente a la aldea donde vivía Isabel, comenzaron a pasar los torturados con heridas y cicatrices en sus cuerpos y en sus almas. Ella los vio desde la ventana y se atemorizó porque no asumía la vida en esa sociedad caótica. Surcos dejados por los látigos, huesos quebrados, las piernas atrofiadas y deformes, las lastimaduras causadas por los hierros al rojo vivo. ¿Qué delito habrían cometido esos hombres?.
Muchas veces, había visto sacar cadáveres de la horca cuando el mundo ya se había ido, indiferente, después de haber presenciado el espectáculo; resignados a ese destino de miedo y de corrupción o quizá de demasiado orden y rigidez.
Se sentó en el piso rústico; el bosque olía a menta y a hierbas pero, de a ratos, era maloliente. Acaso habría algún ciervo muerto a la orilla del riachuelo. Hubiera querido ir hasta la casa de su madre pero el sendero era oscuro y había soldados que eran una escoria porque vigilaban todos los sitios al mismo tiempo.
Auguste contaba monedas; sólo le preocupaba la estabilidad económica y su propio bienestar. No era malo, pero sí el ser más egoísta que Isabel había conocido en su vida. Él estaba famélico pero a ella no le importaba hacerle la comida.
De pronto, Isa escuchó unos pasos con ruidos de cadenas y pensó que era el leñador pero se acercaba el encapuchado pristino, el del cementerio, con el hacha brillante en las manos. Corrió a llamar a su esposo y juntos recorrieron los alrededores pero no encontraron a nadie. Auguste intentó tranquilizarla; se sentía impotente ante el descontrol de Isabel. Ella hablaba incoherencias, luego se durmió en sus brazos.
Al día siguiente, fue a la residencia del rey a trabajar. Se encontró con la noticia de que habían incendiado un viejo granero y que habían matado a los guardias que custodiaban la fachada posterior donde se hallaban los establos y la guarnición.
La reina Catalina, abstraída por su universo de Biblias y misal, no escuchaba las quejas de sus damas ni las del primer lord Chambelán, el conde de Ormonde. Podían ejecutar a cincuenta de las ciento sesenta personas a su servicio y maltratar a otras fieles españolas que ella no se iba a dar cuenta. Pensaba constantemente en ese hijo que debía nacer; Isabel se sentía igual porque actuaba como si fuera parte de ese cuerpo frágil y desmantelado por los sucesivos embarazos. Sin embargo, existía una distancia abrumadora que la hundía en los abismos.
Sobre la pared capital, un lienzo de Ricardo lll de 1483 miraba igual que si tuviera vida. ¡Qué raro!. Isa pensaba que ese oscuro rostro debería estar oculto en un altillo al amparo de los siglos o en una gruta de lobos hambrientos. Para ella, esos señores era bribones de jerarquía que podían humillar sin inmutarse; la esclavitud existía todavía y se dibujaba con cercanos antifaces y bullicio de trovadores. Por eso se sentía negra en ese mundo absurdo de blancos, por el desprecio de aquellos que se consideraban próceres sólo por haber pertenecido a dinastías.
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