José tras el olfato de sus perros cimarrones era un campesino expuesto a las plagas de langosta; parecía tener un color diferente en su rostro y se confundía, de a ratos, con actitudes primitivas. Recorría los galpones y se recostaba en algún colchón de chala mientras miraba el vacío como si la vida fuera una mujer que no le daba alegría ni pena.
En tiempos de sequía, se martirizaba observando la tierra y los cielos con desesperación; reclamaba lo que era suyo y parecía que no le importaba otra cosa. Le pesaba la sangre de los colonos en el cuerpo, esa masa de huesos magullada por las cruces de Manuela, la rigidez de sus ambiciosos padres y el amor por Letizia que parecía olvidado por los hielos de la escarcha.
José no pensaba en la soledad y observaba el crepúsculo ambarino sólo para saber el color de sus espigas, la virginidad de las plantas y ver la hojarasca en los terrenos áridos. Nunca se quebraba porque su sangre parecía helada entre las venas, pero lo cierto era que él eternizaba el amor de Letizia; no lo custodiaba ni lo desamparaba solamente lo sumergía en un mutismo de lejana cercanía. Necesitaba de esas alas para aislarse en busca de su yo, aprender de sus raíces y dormirse en la paz de ese linaje en el cual, tal vez, no existían ni Letizia ni sus hijas.
El desamparo del labrador no lo asfixiaba. ¿La vida era tan sólo eso? José era un militante de las apariencias como su suegro Julián; necesitaba dinero para ser feliz y pensaba que los billetes mantenían fieles a las esposas.
“Cuando las mujeres exigen dinero a cambio es porque ya han dejado de amar”.
José inmerso en los cuatro vientos de la llanura aborrascada no prestaba atención a las cuestiones del espíritu porque la quietud lo adormecía bajo el alero colonial de la casa de sus padres. Él era inmaduro igual que Manuela y ya no tenía capacidad de asombro porque la rutina no le dejaba ver lo que en realidad tenía valor. Infranqueable para demostrar afecto creía ser justiciero y sacrificado porque cuando volvía a la casona se mostraba sufrido; era una persona sin opciones, un fugitivo en quien nadie podía depositar sus anhelos, miedos o desdichas porque él estaba necesitando abrazos.
--------------De "El silencioso Grito de Manuela"