Tal vez, hubiera querido no haber nacido. Nunca lo dijo, pero sufrió tanto en la vida que ese itinerario hacia un paraíso no deseado pudo haber sido un alud de turbulencias frente a un sórdido calvario. Desde la niñez hasta su muerte, con la que peleó a brazo partido sin treguas, a la que le habló como una amiga y también como una enemiga, fue siempre pasional, emotiva, sentimental, conmovedora… Ella dejó un vacío insostenible, una presencia que mira con sus ojos verdes las almas que abandonó de este lado del camino, sin querer, obligada por un Dios al que tanto amaba.
Transcurría el año 1923 en Argentina con la presidencia de Marcelo T. de Alvear, quien continuó con la política de su predecesor Hipólito Irigoyen. Los chacareros formaban cooperativas agrícolas como una manera de enfrentar las posibles crisis económicas. La comunidad ferviente sentía pasión por el progreso porque sabían que podían contribuir a enriquecer el país.
Una mirada atenta sobre el campo argentino en el período de entreguerras advertía que los fenómenos sociales y económicos que lo afectaban o que en él se produjeron tuvieron una intensidad que lo distanciaba de la casi inalterada previsibilidad del medio siglo anterior. Sucesos tales como huelgas de arrendatarios o peones cosecheros, o procesos complejos como las caídas de los precios del cereal, la transformación tecnológica y laboral o la reducción notable de los puestos de trabajo producto de crisis de empleo, suscitaron la atención de todos. Sin embargo, esta dinámica conflictiva del mundo rural estaba ausente de las imágenes que el Estado y buena parte de la sociedad reproducía entre quienes no tenían una participación directa en tales fenómenos.
En ese crisol, los chacareros parecían artífices de un futuro lóbrego; sus caras negras por el polvo de todos los caminos se encendían… Se veían lustrosas frente al sol que delineaba sus contornos de tinta. Estaban atrincherados frente a un vacío que les complicaba las ideas con sus razones incendiarias. Todos los llamaban gringos, casi de manera despectiva.
La casa era modesta de ladrillos rojos y tenía una galería sostenida por columnas de hierro con varas de lienzo tejidas. Se veía desde el llano sobre el albardón. El cielo se emparentaba con el horizonte curvilíneo: una pampa atestada por la hierba reseca a causa de las sequías. Había una extensión de tierra que parecía un parque en donde se veían macetas, malvones, un naranjo, patos, gansos, caballos y un burro, además de las vacas que comían el pasto… El fanal sesgado ante las rejas mostraba su voluta azulada. La higuera patriarcal desdibujaba el contorno del telar con sus husos y pedales y mostraba la identidad de su dueña, su destreza. El molino musitaba su dialecto anodino y dejaba los años grabados en esos murmullos de mula por la montaña mientras las gallinas picoteaban las margaritas y marcaban huellas en las siestas de verano cuando el loro Pedrito hablaba sin parar. En esa armonía de colores, la piel emergía de su estatismo para incubar sueños en cada espiga, semillas en el corazón mismo de la penumbra, piélagos en la luna…
En ese hogar no había espacio para el recreo porque había que trabajar para ganarse un lugar con el dilatado coraje que daba la avidez de las promesas. Sus moradores dejaban en el alma de quienes los conocían marcas indelebles de virtud y de moral tomadas de la dignidad de sus ancestros que con perseverancia y resignación pudieron hacer frente a los cambios.
Rosaura vivía allí con sus padres Magdalena Shalli, Juan Waner y su hermano Juan José. La niña había nacido a los siete meses, pero gozaba de buena salud a pesar de que la medicina aún no contaba con los recursos necesarios para atender los imprevistos o situaciones que escapaban de lo común. Rosaura, rubia de ojos transparentes, en la cuna de madera con ruedas de carrito medieval, parecía pilotear una nave en medio de un mar bravío. Era una beba inquieta con un carácter extraño mezcla de rebeldía y sumisión. Todavía no sabía del abolengo y de la pobreza, de la salud y de la enfermedad, pero se rebelaba con sus gritos y sus uñitas de gato que arañaban los barrotes de su cuna alba. Era una criatura que llegaba para servir… ¿A quiénes?.
En esa rara orquesta de violines, la noche suspendida le regalaba las estrellas a una espiga que renovaba las promesas.
Muchos ojos la miraban desde arriba como si esas personas vinieran desde un cielo bendito a despertar la vocación de grano y el sacrificio sin tregua.
-¡Qué bonita!-decían las tías solteras tan frías y ausentes que la maternidad les resultaba algo molesto y lejano, con demasiadas responsabilidades y poca libertad.