-¡Susan!-gritó.
-Sí, acá estoy.
-Diles dónde hallaste el revólver el otro día.
La mujer, anonadada, parecía no comprender y comenzó a temblar.
-No sé de qué habla-dijo como en un murmullo.
-¡Vete!-volvió a gritar Salvador.
Esa noche, Salvador sintió desprecio por la humanidad. Los odiaba a todos. Trató de ordenar el caos de sus ideas y despejarse, pensar con tranquilidad. Su cabeza era un pandemonio: pensamientos negativos, rencor, preguntas, resentimientos y recuerdos. ¿Por qué a él todo le resultaba tan difícil?. Su tristeza se transformaba en un mal humor histérico.
“Ellos gobiernan mi vida”, pensaba.
Pero él lo permitía porque se sentía preso de un destino mecánico capaz de seguirle el juego a los otros, pero desangrándose de dolor.
A la mañana, sin mirar a nadie, casi como un autómata, se fue por la calle ancha; era fácil adivinar la sensación de asco y de vacío. Él estaba en peligro. La veía a Dolores fría, húmeda y silenciosa como las víboras y a su hijo un verdugo que venía a darle el último hachazo. Pensó en los diálogos que tendrían a espaldas suyas, los razonamientos y deducciones. Estaba convencido de que querían deshacerse de él para tener libertad y dinero.
De pronto, se arrepintió de haber llegado a esos extremos, con la costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordó la mirada de Dolores fija en sus ojos mientras escuchaba sus preguntas con cinismo. Se sentía una frágil criatura en medio de un mundo miserable que lo atosigaba hasta dejarlo sin respiro.
-¡Hijo, qué sorpresa!-le dijo su madre cuando lo vio llegar.
-Vine a hacerte compañía, ¿me sebas unos mates?.
-Claro mi amor.
Cuando Úrsula caminó hacia la cocina, él se acercó al armero pues necesitaba adquirir un revólver o algo parecido para defenderse de algún desmán. Buscó algo pequeño entre tantas armas que tenía su padre.
-No puede ser-exclamó.
En un extremo, casi imperceptible, se encontraba el revólver, el que tanto había buscado. Ya no comprendía nada de lo que estaba pasando.
“¿Quién habría llevado el arma hasta la casa de su madre?, Dolores, Roberto… o Susan. ¿Quién?”, pensó desconcertado.
-Hijo, qué te ocurre que te noto tan alterado. Ya veo que te has peleado con Dolores otra vez.
Salvador se quedó en silencio porque estaba abatido. Sintió que una mano tomaba su brazo con ternura. Esa voz débil y dolorida le decía:
-Tendrías que separarte.
No podía evitar la idea de que Dolores representaba la más atroz de las comedias y que él era, entre sus manos, un hombre ingenuo al que se engañaba con cuentos fáciles para dejarlo tranquilo. Salvador no era un niño. Sus dudas fueron envolviéndolo todo como una liana con su monstruosa trama. El hecho resultaba ser tan absurdo e impropio que pensó que estaba delirando, no podía ser verdad. Era una alucinación propia de alguien que padecía ciertas patologías mentales o eran los otros quienes querían hacerlo pasar por demente para recluirlo en algún lugar. Esos sitios de los que no se vuelve…