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El silencioso grito de Manuela (Cap II, cuarta parte)

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“¿De quién tengo que cuidarme?”, se preguntaba a menudo Letizia porque no entendía tantas recomendaciones, la obligación de llevar un crucifijo, de regresar con el sol de la tarde, de no hablar con nadie… La infancia y su juego la estaban ahogando porque era muy sensible y su pobreza interior se parecía a la de una novicia a punto de tomar los hábitos. Era piadosa ante los necesitados, fiel a Dios, obligatoriamente temerosa y enfermiza.

-Letizia, amor, reza por mí un rosario entero-le decía Manuela cuando tenía que salir a buscar Encarnación que se había escapado tras saltar el murallón de los jardines. La niña huía por los baldíos con una muñeca despedazada en las manos y su deseo de libertad se manifestaba con esa rebeldía que se burlaba de la uniformidad de Manuela.

Rubia como un sol, Encarnación le pegaba cachetazos a su madre que la traía de regreso a la casa arrastrando las piernas en las baldosas de cemento mientras Letizia trataba de empequeñecerse y de pasar inadvertida. Ambas no soportaban la custodia de Manuela pero se rebelaban de manera diferente porque debían aprender a crecer solas; el vuelo indefinido de quien las había criado con tantos cuidados las desorientaba. Una se volvía feroz contra ella y la otra se entregaba a sus acertijos, dilemas y paradojas con la convicción casi febril de huir en el momento que nadie se diera cuenta.
Encarnación y Letizia en eso sí estaban de acuerdo; las dos querían escapar de la protesta infantil de Manuela, de su amor posesivo, del maltrato psicológico, de sus predicciones sobre un futuro desgraciado…



En el verano de l970 fueron de vacaciones a Ávila, la ciudad amurallada en la que vivió y murió Santa Teresa de Jesús y Madrigal de las Altas Torres, localidad de esa provincia que vio nacer a la reina Isabel “La Católica”.
La capilla era el lugar más concurrido por los peregrinos. Un retablo barroco que guardaba testimonios de su vida y una escultura de quien creció como Teresa Cepeda, hija de un judío converso que comerciaba telas.

Julián y Manuela eran devotos de la imagen y llevaron a sus hijas para que pudieran conocer, de cerca, la maravillosa historia. Ellos intentaban crear un espacio a la virtud para que no hubiera rebeliones pero las niñas eran diferentes; aunque existiera una idea inicial después se malograba. La manera de entretenerse y de sentir, la comunicación, el compartir momentos, los sueños… no eran posibles sin un respeto, sin entender los objetivos de cada uno… La distancia era mayor porque el vínculo era remarcado por la autoridad de Julián y eso provocaba rechazo, especialmente con Encarnación a quien no le importaban las reglas de educación.

-¡Siempre es mejor volver temprano!-decía con el deseo de regresar a casa porque el paseo la aburría muchísimo. Prefería ver el florero con tulipanes junto al retrato de Rocío, escuchar el llanto de Manuela y merodear entre los conejos. En otro lugar habría una forma más útil de ver la vida, ser una máquina de olvido y poder refugiarse en un sitio menos complejo, libre, sin nudos…
Letizia volvió al colegio a estudiar religiosamente y Encarnación a romper tizas, libros y cuadernos. Ninguna de las dos podía ser rescatada, eran como el día y la noche.
 Letizia, en su adolescencia, sufrió el acoso de su hermana menor hasta el cansancio. Manuela las obligaba a ir juntas a todos lados como parte de ese vertiginoso mundo de contradicciones y de miedos. Julián les entregaba su vida y el dinero que derrochaban a manos llenas. Eran jóvenes de alta sociedad y debían comportarse como tal porque estaban demasiado expuestas a la contemplación indiscreta de los demás. Debían salir de la presión de las miradas pero ¿cómo poder transformar las exigencias internas para que las externas no les complicaran la vida?

Manuela ignoraba el problema y subía la carga negativa al entorno, entonces en el caso de Letizia sus fuerzas se debilitaban a tal punto que a veces se olvidaba de sus obligaciones escolares; estaba siempre enferma tomando té de tilo, manzanilla y boldo que Manuela le llevaba a su cuarto cada media hora. Una manera errónea de tratar de solucionar los problemas.

Letizia no sabía expresar las emociones y eso le ocasionaba dolencias que desembocaban en una soledad testigo de la necesidad vital de tener experiencias propias de su edad. Ya había afrontado la adversidad junto con sus padres, ahora debía trabajar sus aspectos internos para tener una visión mucho más clara de las situaciones; esto, seguramente, si era tratado modificaría sus sistema inmunológico y alejaría los males físicos.

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