Julián venía a su encuentro con Encarnación en los brazos que se agitaba con intenciones de empezar a caminar. Él la amaba sin condiciones porque la criatura era su mitad, la parte verdadera de su “yo”, el recuerdo desordenado de Rocío y el añoso rostro de sus penas. Tenía su mismo carácter: rebelde, omnipotente, encendido… y lo llamaba con balbuceos sin reparar en su madre.
Manuela, con un jarro en las manos, desaliñada y torpe, los miraba como quien ve un espacio de niebla detrás de un árbol caído. La soledad de su alma cambiaba cuando su mente, arbitraria, le acercaba visiones de un ayer penoso, entonces se refugiaba con su angustia y se entregaba al aroma del romero, de la salvia y del tilo con los ojos enrojecidos y los bolsillos repletos de amuletos.
-Dios se ha dormido porque no entiendo su lenguaje-dijo mientras recogía tulipanes para honrar el retrato de Rocío.
Esa imagen no envejecía ni con la contemplación del dolor ni de la dicha; sería, por siempre, una cicatriz indeleble enferma de lloviznas y de estíos con las flores y el aire de campo en los cabellos.
Todos y cada uno, a lo largo de los años, la mirarían al pasar como quien contempla algo sagrado, desvanecido por su belleza en la fotografía.
El altar se erigía en el comedor donde reinaba su alma, allí viviría su eternidad. Manuela colocaba los tulipanes diariamente; no abandonaba los lamentos y las oraciones porque la salvaban de la culpa y de la frialdad del retrato. Ella veía la realidad a través de las palabras del Señor y nada le parecía injusto si venía de su voluntad, pero el tiempo arrugaba los anhelos y ensamblaba olvido y memoria, furia y llanto.
Encarnación y Letizia, cuidadosamente protegidas, parecían niñas devoradas por las rejas de una prisión augusta. Ni Julián ni Manuela las dejaban solas ya que eran vigiladas todo el tiempo por nodrizas, empleadas domésticas, Francisca y Pedro, los vecinos y hasta los habitantes de Barbastro.
Letizia era una alumna sobresaliente, callada y sumisa; a cualquier gesto, reto o mala nota lloraba y se cobijaba íntimamente entre la cabellera para ocultar su rostro abatido. Se había educado en un hogar destrozado por la ausencia de su hermana y por el temor de una madre fulminada por las circunstancias que, frente a la realidad, reaccionaba con impotencia e inmadurez.
Ella había heredado el lado oscuro de Manuela y su preocupación por sobrevivir con la soledad de su alma que vociferaba con toda la voz. Entre los muros de su patio, Letizia criaba gatos y conejos que se llevaban mal con Encarnación que los despertaba cuando estaban dormidos y los obligaba a permanecer inmóviles con las patas en alto.
-Deja los bichos, vamos a jugar…
-No…, vete-decía Letizia y se recluía en el cuarto con un acolchado de terciopelo colorado y repleto de muñecas y de objetos extraños que su padre le regalaba para suplir un poco ese vacío que la niña manifestaba con sus llantos y enfermedades psicosomáticas.
Se entrecruzaban los caminos con melancolía, desamparo, muerte y terror a lo desconocido. Dos hermanas que no podían estar juntas, una madre religiosa con los escrúpulos a flor de piel y un padre que todo lo daba para compensar las faltas.