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El silencioso grito de Manuela, (Cap II, primera parte)

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II


A principios del año 1967, Rocío se enfermó. Manuela con la niña en brazos corrió desesperada por las calles de la ciudad en busca del médico. Julián permanecía en su trabajo ajeno a la circunstancias, sin imaginar siquiera que su hija estaba mal. A Manuela le brillaban los ojos por las lágrimas acumuladas y no entendía razones. En la clínica de Barbastro le dijeron que Rocío sufría un derrame pleural con intensa dificultad respiratoria; tenían que dar con el diagnóstico definitivo para aplicarle un tratamiento apropiado. Podía ser una infección o una hemorragia; los medicamentos citostáticos eran más efectivos que otros.

-¡No puede ser!-gritó Manuela a las enfermeras. ¡No ven que la niña se muere!.
A Rocío la dejaron internada en el sanatorio “Huelva” para aplicarle un tratamiento con antibióticos y un drenaje quirúrgico.
Manuela, acompañada por su madre, se quedó junto a la cama con un rosario de nácar en las manos. No estaba en condiciones de tomar decisiones porque no tenía la capacidad suficiente para hacerlo; siempre vivió protegida por sus padres y luego por Julián en un mundo donde todos hacían las cosas por ella. Nunca tuvo que elegir porque los demás se dedicaban a esa tarea. Manuela sólo se dejaba influir sin detenerse a pensar qué era lo que en realidad le gustaba: una forma cómoda de no asumir responsabilidades.

Ahora esperaba a Julián para que salvara a su hija. Él llegó al atardecer agobiado por la noticia y con la certeza de que la mejoría no se haría esperar. Julián clamaba por definiciones, hablaba con los médicos, discutía… mientras Manuela, desde la habitación en penumbras, deliraba porque sabía que estaba dicha la última palabra.
¿Podría ella cambiar un destino escrito de sometimiento a las leyes?
La verdad se desdibujaba y era una carga que esperaba agazapada el momento de salir a la luz. La fatalidad daba vueltas entre la ignorancia que la llevaba a un solo fin. Manuela quería exiliarse en la mentira y en la ficción porque esa realidad acababa con su escasa capacidad para la lucha. Prefería entregarse a las humillaciones y al descontrol de los sufrimientos porque ya estaba acostumbrada a suplicar para abrirse paso.

Manuela Costa Río se retiró como un fantasma enmohecido del sanatorio “Huelva” sin ser vista por nadie; se fue a la casa a cuidar a Letizia que se encontraba con su padre.
El abuelo, ajeno a las circunstancias, estaba tomando un vaso de vino que él mismo guardaba en un tonel de roble. Manuela se acercó despacio, se arrodilló y colocó la cabeza sobre sus rodillas.
-¿Hija, qué pasa?
-Rocío está grave.-alcanzó a decir y se bebió el vino de la copa de su padre, luego corrió a su refugio de nervaduras vivientes, hongos enteógenos, cactáceas y semillas.
-Cuida a Letizia.-le gritó.
Allí, entre las esencias chamánicas, Manuela buscaba la capacidad consciente de unificación entre lo material y lo espiritual para lograr un estado de salud mental superior, sin sacrificios. Ella quería desconectarse de la realidad, eliminando la línea del tiempo terrena. En esos niveles arcaicos íntimos encontrar la mejor manera de enfrentarse a ese futuro que caminaba delante de ella guiando sus pasos. No quería correr riesgos porque no aceptaba las alternativas; en el fondo sabía que las cosas eran blancas o negras y que los destellos de luz aparecían sin esperarlos como antídotos para enfrentar la adversidad.

Julián regresó a la casa después de dos horas y dijo que Rocío estaba mucho mejor aunque había desdicha en su rostro como quien se halla de vuelta de la vida; era un hombre al que le habían quitado los recuerdos: vacío, estéril, debilitado igual que Manuela.
Rocío los convertía en padres endebles; ella con su dulzura de princesa los destruía de a poco sin imaginarlo y ponía la historia en su lugar.
Ambos tomaron un café mientras miraban por la ventana, en silencio, y luego tras un llamado de teléfono salieron corriendo…



Mausoleos de mármol negro en la avenida de la necrópolis parecían diminutas iglesias cubiertas con cúpulas y vitrales. Rocío ya era un ángel vestido de una manera lujosa, guardada en un ataúd blanco y llevada a paso lento por un carruaje tirado por mulas.
Manuela ocultaba su historia bajo la capelina y sentía a través de las sedas de su traje las paradojas y los temblores de los cuerpos descansando bajo el cielo, en el jardín de una eternidad que mendigaba la claridad, la dicha imperfecta pero necesaria, otra oportunidad. Ella percibía una soledad crónica bajo sus huesos sin voluntad; lejos de ganar la guerra era una víctima que sabía de antemano el desenlace, por eso no podía culpar a nadie.

Las personas en el cementerio se alejaban de Manuela porque la veían tan muerta como su hija.
“Tu alma se encontrará triste entre los oscuros pensamientos de la lápida gris”.
                                                             Edgar A. Poe
En la casa, el retrato de Rocío con crespones de luto era un estandarte de cripta que abrigaba melancolía y llevaba décadas de palabras bíblicas. Con esas vocales seguramente volaban las mariposas y saltaban los grillos de la gata Máxima como tributo a quien los despertaba de su retiro.
-Dios habla a través de los seres vivos-dijo Manuela extraviada después de retorcer en sus brazos a la gata que parecía un bebé en un cuerpo felino.
Julián, con barba de una semana, estaba entregado; sentía frío y su cara se transformaba cada vez que recordaba a Rocío. Era tan profundo el vacío que no tenía curvas y absorbía despacio la sangre para dejar secas las venas en una ceremonia con imágenes de espíritus aéreos.
-Somos tres pero pronto seremos cuatro-dijo Manuela.


La escena se inmovilizó a la luz de alguna candela y en la sombra el rostro de Julián se puso más pálido ante la confirmación de Manuela. La vio nuevamente embarazada con los ojos cerrados y un ramo de rosas negras en las manos. Se quedó inmóvil al amparo de la penumbra con la visión del cuerpecito de Rocío indefenso y solitario junto al hielo casi amoratado de los hierros.

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