Francisca, la mamá de la novia, había preparado el recibimiento a su querida hija que para ella seguía siendo virgen y mártir. Su yerno no le agradaba demasiado pero eso ya no le importaba a nadie porque su niña seguiría siendo el bebé que ella había criado. La obediencia de Manuela era casi pueril porque necesitaba la calidez de paloma de Francisca más que del amor de Julián. Era como si el sexo no existiera, ni la pasión ni el deseo, tal vez solamente la necesidad de agradar a su esposo y ser aceptada porque así le habían enseñado sus padres. Ellos, según su hija, eran embajadores de las leyes y armaban su distrito carnavalesco desde tiempos remotos alrededor de Manuela, su única descendiente. Es que ella era lo más importante en la vida de cada uno, el ser que los convertía en egoístas y posesivos.
En las tardes de invierno, Manuela tejía ponchos de oveja o de llama para cubrir las camas y los sillares del living que adornaban la galería de los retratos con algunos bustos de mármol mientras la fachada de la residencia se caía a pedazos por la humedad sobre la vereda. Julián había heredado de su padre andaluz cierta rebeldía que le impedía adaptarse a los cánones de la época.
-Oye, tú, eres un tesoro. El misterio anida en el alma de tu cuerpo-le decía Julián cuando Manuela se hallaba distante y escuchando el rigor de las palabras de Pedro, su padre, que estaban guardadas en su memoria. Es que procuraba alejarse de la influencia arrebatadora de sus progenitores, pero, sin querer, caía en las redes porque no aceptaba que debía romper un poco ese vínculo para poder crecer.
Más tarde, tomaba su baño de lavanda y mandarina que alejaba el insomnio y las tensiones y se recostaba sobre la cama a esperar… como si fuera un ritual cadavérico de fuego y ceniza, de nieve y lava…
Su indiferencia quizá tenía un nombre: frigidez o era simplemente una reacción psicológica ocasionada por trastornos en la primera infancia; demasiada sobreprotección y el rigor de las estructuras en una educación basada en el silencio. De sexo no se hablaba porque era un tema rigurosamente privado. Aquellos hombres de vida austera y retirada eran cristianos y debían respetar las castas doctrinas.
“Para amar a alguien hay que conocerlo”, dijo Fedor Dostoievsky en alguna de sus obras y eso Manuela lo cumplía con una devoción perfecta, aceptaba sus órdenes como la única manera de ofrecer su cariño y sus virtudes exentas de rencores, pero con frialdad. Los dos eran felices y sus almas se fusionaban en una combinación exacta de rutinas, libertad y comidas.
Ella cocinaba muy bien y solía sorprender a Julián con tortas de lima, bifes con puré rústico de papas, panceta, puerro y filete de brótola empanado. Había demasiada pimienta en esos preparados que se contraponía al escaso deseo de Manuela que servía los platos mirando el piso o las hendiduras del cielo raso; los sabores de la vida tampoco le atraían porque a la hora de demostrar sus pasiones aparecían los ojos azules de niña o los rezongos. Su mirada hipnótica desconcertaba, por momentos, a Julián que sentía que el corazón se le aceleraba en el pecho porque no alcanzaba a entender el aturdimiento de Manuela y sus ceremoniales. En su rostro se pintaban el candor y la suavidad, la sonrisa pura y confiada, la sabiduría de la resignación…
Las hojas de palma de su altar improvisado eran un testimonio, tal vez un mensaje encubierto, que una mujer diligente trataba de ocultar; sus cruces y rosarios con esmaltes y perlas escandinavas aparecían tras los murmullos de palomas y los murciélagos de negro terciopelo con sus reclamos de discípulos.
¿Por qué Manuela se abandonaba a las eternas oraciones en su reducto de novicia con ventana de barrotes altos?.
Ella sabía que algo iba a ocurrir en su vida por eso acumulaba frascos con ungüentos balsámicos, redomas, tisanas y flores de peonía. Su inseguridad no era tal a la hora de escuchar los designios del Supremo que, tras el postigo, le hablaba con voz la de su padre Pedro y le decía:
-No juegues con el destino; el dolor da experiencia y te permite crecer. Acepta los mandatos sin cobardía porque existen acontecimientos inevitables.
Manuela, al oír esas palabras se agitaba y escapaba con los síntomas propios del desvanecimiento para regresar a la sala con la garganta obstruida por la congoja y la infame llamarada del miedo; ella no podía explicar esas visiones que la atormentaban desde siempre cuando su piel lucía como nácar en los años juveniles y corría por los cañaverales y viñedos con cotorras en las manos. Sumida en un mar de dudas, conocía la fatiga y el descanso, aceptaba toda clase de límites y de condicionamientos: su deber era obedecer.
Ahora, fría como un vil asesino, parecía que se aligeraban las cosas y que el tiempo reaccionaba cediendo su paso al dolor de lo inesperado; la fobia y la indiferencia iban de la mano pues su cuerpo podía quemarse sin darse cuenta dando aletazos de polluelo.
-¡Tú qué tienes!-le decía Julián sin dejar de leer el diario.
-Nada… Te prepararé un postre con trozos de naranja en almíbar acompañado con una taza de té.
Manuela prendía la lámpara de la cocina y, mientras preparaba el menú, escondía sus estampas tras un cristal para que ellas miraran sus movimientos y perdonaran su desconfianza. Su espíritu no era rebelde sino enfermo de apatía y desinterés.